Federico González Frías
Jauja
PRIMERA PARTE
(Continuación)

Cuando se abrió la puerta y el Bienamado, el Secretario y una breve comitiva pasaron a la sala donde los esperaba una nutrida comisión de elegantísimos señores que esperaban al ministro, el buen humor había hecho presa del Bienamado, justificándose en parte, por el encuentro que había tenido esa mañana con Enrique.

– Buenos días amigos, exclamó alegremente Bienamado, que se había colocado un clavel en el ojal. Hubo saludos, se estrecharon las manos y finalmente pasaron a la oficina de este jefe. Al encarar a este funcionario ya se había hecho patente para Bienamado lo risible de la situación.

El ministro, con ademán ampuloso, los invitó a pasar y quedaron todos de pie alrededor de un escritorio frente al cual se ubicaron en abanico.

Mientras el funcionario carraspeaba, Bienamado estableció una inmediata relación entre el brillo enceguecedor de los botines de aquél y un gigantesco cuadro representando un paisaje de la Boca que allí se hallaba.

Cuando el ministro comenzó agradeciendo la presencia de ese comité bancario que se había hecho presente para colaborar en la obra de gobierno y en particular con la nueva Ley de Bancos, a la que se quería depurar de incorrecciones antes de ser sometida a la opinión pública, la sensación de teatro de títeres se agravó en Bienamado.

Pensar que todo esto es cierto, se dijo.

Era una sensación absolutamente personal que lo acompañaba bastante a menudo, sobre todo en las ceremonias oficiales, y que no compartían por cierto sus compañeros y el ministro que lleno de pompa, continuaba pronunciando palabras.

– … que hace a la constitución de toda sociedad moderna…, decía en ese momento.

Colegió que era la oportunidad que las circunstancias habían urdido para que hablase y se adelantó.

– Quiero agradecer las expresiones del señor Ministro y llevar por su intermedio al ánimo de nuestro gobierno, la impresión de que siempre encontrarán en la Federación Bancaria Argentina, de la que como vicepresidente me hago eco, una actitud de franca colaboración con las autoridades en todo lo concerniente a lo específicamente bancario, insertado dentro del plano de lo económico, tal como las altas autoridades del país lo han entendido.

– Soy una mierda, pensó, y prosiguió:

– En el caso particular de la reestructuración bancaria, que hoy nos ocupa, hemos redactado un memorándum, que ponemos en vuestras manos, señor Ministro.

El Secretario se adelantó y con un ademán pseudoversallesco entregó un papel al gobernante (me gustaría ver al ministro con un dedo en la nariz). En realidad lo tiene en la nariz. No. Lo tiene en el culo. El ministro tiene un dedo metido en el culo, enquistado, y nadie se ha dado cuenta. Ni siquiera su médico de cabecera.

– Aunque también nos permitimos señalar a nuestro entender algunos errores, no con ánimo de crítica sino más bien pensando en construir y no en juzgar. Estos se refieren a que el citado proyecto, no contempla, en nuestra opinión la situación que se crearía si como parece, el Banco Central no respaldara con su aval, a cada uno de nuestros bancos, lo que generaría una situación particularmente difícil a los bancos chicos y medianos, que verían desaparecer la masa de sus depósitos puesto que sus clientes confiarían su dinero a bancos extranjeros u oficiales dejando librados así…

Y siguió un buen rato Bienamado, cediendo luego la palabra a otro compañero de filas.

Era este un individuo muy parecido a Decrépito pero varios años mayor. Bienamado anotó mentalmente la coincidencia de sus pensamientos junto con lo que alguna vez se dijo de Talleyrand, algo así como "un montón de mierda dentro de una media de seda" y se dedicó a observar al falso Decrépito. Luego miró al Secretario porque se dió cuenta de que éste sabía lo que él, Bienamado, estaba pensando.

Volvió a Decrépito el Impostor, para recordar que éste era una buena persona (por lo menos mejor que yo y que el hijo de puta del Secretario que lo sabe todo y ni que hablar del Ministro), excelente padre de familia, religioso, que decía:

– Por mi parte quiero invitar por su intermedio al Presidente y a todos los funcionarios del Equipo Económico al Vino de Honor que se celebrará el día veinticinco del corriente en nuestra asociación.

– … muchas gracias… muchas gracias… cacareaba Símil-Decrépito, confundido en un abrazo luego de haber estrechado la mano al Ministro, cortándose Bienamado por una tangente a toda velocidad, despidiéndose con exquisita cortesía, lleno de regocijo, imaginando ahora qué pensaría el Ministro del Encaje Bancario y confiando en que aprobarían las sugerencias del memorándum, pues eran buenas, atinadas, justas.

*

– ¿Qué vas a hacer ahora, a la mañana?, preguntó Enrique a su hermano Juan.

Se hallaban en el living de un pequeño departamento que este último alquilaba.

– Tengo que hacer un par de diligencias, contestó vagamente Juan que todavía se hallaba en ropa de cama. ¿Con qué te puedo convidar? ¿Café?, Enrique asintió y Juan pasó a una pequeña cocina a preparar el brebaje. ¿Estuviste con papá esta mañana?, preguntó.

– Sí, respondió Enrique.

– ¿Qué tal lo encontraste al viejo? …

– Bien. Muy bien. En fin, como siempre…, agregó Enrique con un dejo socarrón.

Al rato volvió Juan con el café y prosiguió la conversación.

– ¿Hablaron de mí?

– Vagamente.

– Pienso que quizás tenga un problema conmigo…

– ¿Por qué?

– Bueno… No sé si encajo en los esquemas de papá…

– El viejo tiene pocos esquemas.

– Sí. Es verdad. De todas maneras me siento culpable.

– ¿De qué?

– Bueno… no sé qué decirte… En realidad estoy medio despistado ¿no es cierto?

– Supongo que eso lo sabrás vos mejor que nadie.

– Mirá… de todos nosotros… me parece… en fin… bueno… vos estás en el campo, Miguel en el Banco, Federico va a ser (o es) obviamente un científico, pienso que de alguna manera yo fallo, no encajo…

– Eso es ridículo. ¿Por qué te querés encasillar?

– No es que me quiera encasillar y no es tan ridículo. La verdad es que todos ustedes han elegido algo, se han decidido o lo que fuere, pero yo no encuentro todavía, no he visto aún algo que me mueva, que me llame realmente la atención.

– Hay muchas cosas que te interesan.

– Eso es lo malo. Demasiadas y demasiado poco.

– Tenés veintidós años.

– ¿Qué tiene que ver? Vos a mi edad ya hacía cinco años que estabas en el campo.

– Comparar no tiene sentido.

– No, no lo tiene. Pero yo sé lo que estoy diciendo. Lo sé y pienso que para el viejo debe ser un problema, manifestó Juan.

– Me parece que fundamentalmente es un problema tuyo.

– ¡Por supuesto! ¡Y qué querés que haga! Juan, violento, comenzó a pasearse nerviosamente por la habitación. Estaba enojado consigo mismo:

– Me dedico a estudiar filosofía… y nada. Me pongo a tocar música… y me doy cuenta de que soy menos que mediocre… ¡Pero en realidad esos no son mis problemas! Ni estudié filosofía ni toqué música siquiera medianamente convencido de lo que hacía, o con algún entusiasmo. Había que hacer algo, por eso lo hice. ¿Y ahora? Nada.

– ¿Por qué había que hacer algo?

– Bueno, no puedo estar viviendo de papá sin hacer nada.

– ¿Papá te pidió que hicieras algo?

– No. Pero se sobreentiende. ¿No es cierto?

– Para eso tiene plata.

– No estoy de acuerdo, además, no es solamente la plata. Es un problema interno, simplemente no sé lo que quiero.

– ¿Y por qué no te ponés a trabajar?

– Creo que es lo que voy a hacer en Europa.

– ¿En qué?

– No sé. En cualquier cosa. Supongo que en alguno de los negocios de papá. El otro día hablamos algo de eso… ¿Pero vos creés que voy a solucionar algo?

– No alcanzo a entender bien lo que tenés que solucionar.

– Mi vida, repuso Juan ofuscado, y redobló el paso de su caminata alrededor de la habitación. Lo que pasa es que vos no me conocés, se franqueó, vivimos desde hace años separados. Yo tengo muchos problemas. Prácticamente no tengo otra cosa…

– Todos tenemos problemas, interrumpió Enrique.

– ¡No digás lugares comunes!, se fastidió Juan. Vos tenés solucionada tu vida, estás haciendo lo que querés. Tenés amigos, sabés lo que sos. Yo no tengo idea de nada y estoy solo. Con Miguel y Federico tengo una relación superficial. Durante muchos años mi mejor comunicación fue con el viejo, pero ahora se ha interrumpido. Imagináte, ¡de pronto a papá se le ocurre que solamente una tonelada de cada diez que se transportan al país se hace en barcos argentinos y decide hacer una campaña para que esta situación se modifique!

– Desde que yo me acuerdo papá fue igual, intervino Enrique.

– Es verdad. Pero el que cambié fui yo. Para decirte la verdad, en este momento de mi vida me importa un comino lo que les pasa a los barcos argentinos. No tengo conciencia social. ¡Qué voy a tener si ni siquiera sé quién soy ni qué quiero!

– Si no te preocupara tanto saberlo quizás lo sabrías.

– Es verdad, convino Juan, al que esta reflexión pareció calmar, pero hay muchos detalles de mi intimidad que no conocés… En fin ¡que no soy como papá! ¡que no me interesa ser como él! ¡ni me interesa la Organización!, se iba excitando a medida que hablaba. ¡Y tampoco soy como vos, que igualmente no sos de la Organización, gritaba, porque vos sos como papá y como Federico y como Miguel y si no sos de la Organización es porque te hubiera gustado fundarla a vos mismo, si es que algún día no hacés algo similar!

– Calmáte, dijo muy sereno Enrique. No entiendo nada.

– No importa, contestó Juan al que la tranquilidad de su hermano había aplacado. ¿Querés otro café?

*

Un olor muy feo se sentía intermitentemente en oleadas. Es probable que el olor no fuese en aumento, que el crescendo no surgiese del o los objetos que produjesen el olor, sino tan sólo del sentido del olfato, o la obsesión progresiva, del sujeto que percibía. Pero el aumento del hedor existía para Federico, hijo menor del primer matrimonio de Bienamado, estudiante aventajado de medicina (cuarto año, escasos veinte años), que en vano trataba de alejar esa sofocante miasma, oprimiendo, alocada e ingenuamente el disparador de un aparato de aerosol en cuya etiqueta podía leerse "Lavandex". El olor era espeso, parecía estar dentro de su cuarto de estudios y finalmente avanzaba hasta su propia piel, lograba introducirse con esfuerzo por cada uno de sus poros y terminaba ocupando por completo su organismo al mismo tiempo que una grasitud le chorreaba por el cuerpo y Federico alcanzaba a abrir la ventana de su cuarto, salvándose de morir ahogado sólo por instantes. Durante unos momentos se sintió mejor, bastante aire fresco entraba desde la noche. Regularizando su respiración, pensó en que algo muy raro le pasaba. Hacía casi una semana que apenas dormía –pues tenía exámenes en esos días–, y le fue fácil atribuir sus síntomas a excesivo cansancio, presumiblemente a un poco de debilidad. Durante unos minutos creyó haber encontrado una explicación razonable a ese olor espantoso hasta que éste se volvió a repetir. Federico vio cómo en un instante se rompía con la facilidad de un cristal, la explicación del cansancio y la falta de sueño.

Algo atroz invadía las alcantarillas, los caños, los ventiletes, agitaba la horrible y misteriosa vida cloacal de la ciudad.

Trepaba, se retorcía, babeaba y despedía un nauseabundo olor que lo llevó a los límites de la resistencia, lo atoró de náuseas, le provocó un vahído del que no podía salir. Seguido de un desmayo del que se recobró para caer en otro y en otro y en otro más.

En algún intervalo de su lucidez se le ocurrió pensar en si no había –por casualidad– tomado alguna anfetamina, si por ventura no había comido pescado en mal estado o alguna otra futileza incongruente. Pero para su desdicha nada de eso había sucedido, y allí estaba, doblado en dos el cuerpo, agarrándose violentamente el estómago, víctima de una arcada que ya llevaba como veinte minutos de duración.

No derramó ningún líquido, no salió nada de adentro suyo, ni siquiera expelió ese olor espantoso, indefinible, que se había apoderado de él.

Como ya se dijo, Federico era hijo del primer matrimonio de Bienamado, serio candidato a la medalla de oro –o cuando menos al diploma de honor–, simpático, extravertido, sin problemas de ninguna especie, no pudo nunca establecer la verdadera naturaleza de ese detestable hedor.

Ni reconocer en él algo de familiar, o que al menos pudiera relacionarlo con cosa parecida. Eso por un lado, por el otro, no se dio cuenta de dónde provenía, ni siquiera de qué zona, territorio, etc. etc… Un profundo misterio aún sin develar.

*

Margarita era la mayor aunque apenas le llevaba un año a María, que tenía diecisiete. También estaba Josefina –que era más pequeña que María– ambas hijas del segundo matrimonio de Bienamado. Las tres se hallaban en la habitación de Margarita –hija de Compañera– conversando sobre la nueva decoración que quería proyectar ésta para su cuarto.

– El cartel de Alain Delon lo tenés desde hace tres años, decía Josefina.

– Pero es lo único que no pienso cambiar. Creo que voy a pintar todo de rosa menos los marcos de las puertas, y el placard, que van a ser blanco brillante.

– Me parece lindísimo, dijo María, que siempre se mostraba entusiasmada con las ideas de los otros.

– O si no verde pistache, intervino Josefina que tenía siempre una idea a flor de labios.

– Puede ser, accedió Margarita.

– ¿Por qué no ponemos otro disco?, preguntó María.

– Bueno, replicó Margarita, mientras colocaba una grabación de los "Beach Boys" en el aparato.

Oyeron unos cuantos compases e intempestivamente Margarita interrumpió:

– ¿Por qué las mujeres somos tan frívolas?

– No somos. Nos hacen así. Es la cultura, agregó Josefina, que prácticamente lo sabía todo.

María sacó un cigarrillo de su paquete y lo prendió. Convidó con otro a Margarita que lo encendió apresurada.

– Mierda, masculló Margarita.

– Me parece que te pasa algo, dijo Josefina, haciendo una alusión velada a algún asunto sentimental. Margarita despidió una fuerte bocanada de humo y repitió con rabia:

– Mierda.

Josefina prendió también un cigarrillo. Y las tres se fueron poco a poco relajando, al compás de la música y llenando de humo la habitación.

Las tres chicas vivían juntas, con Bienamado y Compañera. Bienamado había tenido tres hijos de su segundo matrimonio; estas dos chicas (María y Josefina) y un hijo menor, Félix, que había nacido pese a que su madre muriera en el parto. Cuando Bienamado casó con Compañera, estos chicos anteriormente nombrados, más otro llamado Lucas (17), hijo de Compañera, comenzaron a vivir juntos y se trataban como hermanos. Margarita seguía el ritmo de la música con las manos y el cuerpo. Comenzó a bailar un poco. Por ahí dejó escapar un ¡yea!

– Mejor es "yea" que mierda, recogió al vuelo Josefina que era una metida. María miraba distraídamente el humo de su cigarrillo.

*

Luciano y el padre Luis se volvieron a encontrar hacia el final de la semana. Se había establecido entre ellos una corriente de franca simpatía. Como el sacerdote estaba de paso en la ciudad, la reunión se llevó a cabo en las oficinas que Luciano tenía en Nueva Comunicación.

El joven estaba mostrando en ese momento a Luis, algunos de los programas de televisión que la empresa tenía en el aire.

– Como te podrás dar cuenta es poco lo que hacemos comparado con todo lo que tendríamos que hacer. Pero así y todo es un esfuerzo serio, dada la precariedad del medio, estaba diciendo Luciano. Y no creás, se corrigió, esto que vamos a ver ahora tiene bastante buen nivel.

Terminando de hablar dio orden de pasar un ciclo de teleteatro.

– Aunque te parezca curioso, creo que es en este género donde hemos conseguido mejor que en ningún otro nuestros propósitos.

Anteriormente habían proyectado dos espectáculos musicales de buena calidad, mechados con comentarios periodísticos y actualidades, sostenidos por un sentido del humor aceptablemente fino, que era el que daba en definitiva, la tónica a esos programas. Luego habían visto una tanda de dibujos animados, breve, concisa, brillante y biliosa, que se pasaba todos los días durante dos minutos y que a juicio de Luciano era buena aunque un poco intelectual.

– De aquí a un par de años seguramente ya habrá perdido ese carácter y entonces será el momento de trabajar de lleno en ella, había sido su comentario.

En realidad Luciano era un crítico demasiado severo para sus producciones, meditaba Luis, al que le habían gustado los programas; en particular el del dibujo animado, del cual –luego vino a enterarse– era Luciano el guionista. Los teleteatros que vieron a continuación, consistían en distintos episodios de veintitrés minutos, que se propalaban diariamente menos sábados y domingos.

Básicamente eran historias de amor. Pero estaban narradas con un montaje rápido y ágil, que hacía que se olvidara la anécdota de la historia central, para dar lugar a la psicología de los personajes y sobre todo a la acción que en ese momento se estaba relatando. Esto confería una gran espontaneidad y frescura al todo y hacía que pudieran lucirse los actores. Y pese a que la acción estaba situada en interiores se destacaba un constante brillo visual. Resultaba más atractiva por la forma en que había sido dirigida, o mejor, por lo que estaba constantemente sucediendo, que por el relato general en sí. Esto hacía que la dirección siguiera este lineamiento, este ritmo, y tuviera por tanto mucha importancia. Así pues, la anécdota total quedaba desdibujada. Pero sólo aparentemente. Pues la historieta –para llamarla de algún modo– que sucedía en ese momento, no hacía otra cosa que dar el tono general del todo. Lo completaba. Y más aún, era en sí el todo, de la misma manera en que probablemente una célula sea todo un hombre o todo el universo.

Sin embargo, este ciclo respetaba las características del género en forma integral. De pronto las escenas se hacían de gran guiñol, con profusión de besos, llantos, odios y venganzas. Y hasta ciegos y paralíticos. Momentos estos en que Luciano –como espectador de esa proyección– se retorcía de risa en su butaca. Risa contagiosa, que también alcanzaba a Luis, pero que en determinado momento se exageraba demasiado –hasta trocarse en lágrimas y espasmos–, cosas propias de Luciano que acaso quisiesen decir algo diferente, que tuvieran otro sentido más oculto, así como el ciclo que estaban presenciando. Detalles que por supuesto no se le habían escapado a Luis, el cual sintió, por estas circunstancias, una afinidad grande entre Luciano y Bienamado. Algo subyacente que explicaba la predilección de Bienamado por el hijo mayor de Compañera.

*

Caía la tarde. Después de un buen té (se habían pasado casi cinco horas mirando programas de televisión), ya con menos fatiga y un poco más de tranquilidad, comenzaron a hablar en el escritorio de Luciano.

Luis, del que estamos hablando y del que ya hemos dicho algo anteriormente, no sólo había sido amigo de Bienamado en la infancia, sino también del padre de Luciano, primer marido de Compañera, llamado Alberto.

Casualmente el día anterior Luis había estado con Alberto. Y decimos casualmente porque era poco lo que la gente lo veía –inclusive sus hijos– puesto que vivía casi completamente aislado, encerrado entre las paredes de su biblioteca, protegido por parvas de libros, amurallado por el halo de música que despedían sus discos, oculto por la barrera de su egoísmo, al que auxiliaba la morfina.

De vez en cuando sus hijos lo visitaban, sólo para encontrarse con un anciano de apenas cincuenta años, ciego, sordo y mudo para todo aquello que no hubiese visto en su niñez. O para ser más precisos: que sus padres no hubieran conocido a fines del siglo pasado o a comienzos del veinte.

A veces iba a lo de sus abogados o hacia algún otro sitio relacionado con el cobro de sus rentas. Otras veces, intentaba algunos paseos conducentes a absorber el flojo sol del invierno. En ocasiones había tenido que tomar el camino de las clínicas para poder desintoxicarse.

El padre Luis estaba hablando con todo cariño de este hombre al que había conocido con características radicalmente diferentes. De joven, si bien algo tímido, había sido brillante y vivaz. Esa misma timidez le había dado una audacia que inclusive habían envidiado sus amigos. Fue esa audacia la que le dio muchos triunfos siendo muy joven, e inclusive el amor de Compañera, e igualmente la que lo llevó a acercarse a las drogas, a las cuales toleró bien durante unos años, produciéndole luego una cierta insensibilidad generalizada que luego se agudizó, para más tarde convertirse en total indiferencia, que hoy en día era su forma aceptada de vida.

– Está muerto. No quiere vivir. Quiere estar así. Peor que muerto dijo Luciano. A Luis le corrió un escalofrío por la espalda pues el día anterior había oído esas mismas palabras pronunciadas sin amargura, sin autocompasión de labios del mismo padre de su interlocutor.

Para cambiar de tema llevó la conversación hacia algo que por otro lado le interesaba:

– ¿Sabés una cosa Luciano?

– ¿De qué se trata?

– He recibido una carta de mis superiores.

– No me digás que ya te han dado otro destino.

– Bueno, ya hace un tiempo que estoy en Buenos Aires y según parece aún puedo quedarme un poco más para disfrutar de mi madre. Y de todos ustedes, agregó.

– ¿Y después?

– Dentro de tres meses tengo que estar en Biafra.

– ¿En Biafra?, preguntó Luciano espantado.

– Oye chico, no es para tanto. Estoy encantado con el destino. Aunque, ¿qué puede hacer un solo ser contra toda la injusticia, contra toda la miseria?

– ¡Con razón es que hacés tan buenas migas con Bienamado!, le dijo saliendo de su ensimismamiento Luciano, y pensando que de esta manera podía disimular un poco mejor el estupor que le había causado tamaña noticia.

– ¿Por qué?, sonrió el padre Luis.

– Solamente un hombre que es capaz de irse a Biafra en la actualidad, en las condiciones en que te vas y con la función que tenés, puede seguramente interesarle al Bienamado.

– Vamos, vamos.

– Conociendo además la antipatía que le despierta la Iglesia.

– ¿Le despierta antipatía la Iglesia?

– Pienso que sí…, se distrajo Luciano, y más concentrado agregó: a los que no puede ver son a los curas.

– ¡Qué contradictorio!, exclamó Luis riendo, sin reparar en que él era también contradictorio, en que la vida era contradictoria, en que Dios mismo –a Dios gracias– era contradictorio y que en esa contradicción siempre presente residía una de las grandes claves de todas las cosas. ¡Alabado sea! Y así concluyó Luciano con la elipsis de su pensamiento, compartido con otros integrantes de la Organización.

*

Después de varios días de haber bajado a Buenos Aires recién pudo Enrique juntarse con su hermano Miguel, en razón del intenso trabajo de ambos. Enrique ya había visto a los demás miembros de su familia y a los de Compañera –incluyendo a la misma– pero no al hermano que le seguía inmediatamente en edad, por lo que resolvieron citarse a almorzar en un restaurante del centro.

Comenzaron pidiendo ostras. Repitieron. Cuando llegó el "curry" de pollo que encargó Enrique y el cordero con salsa de menta de Miguel, habían perdido parte del hambre.

– Es demasiado trabajo, se quejaba Miguel, demasiadas cosas que manejar, entretejer, cambiar y decidir.

Era raro que Miguel se quejara y seguramente se permitía hacerlo por estar a solas con su hermano, en el que confiaba plenamente. Asimismo era raro que Miguel se franqueara con alguien, pese a ser simpatiquísimo. Porque en su interior siempre estaba a la defensiva. Y no sólo por la modalidad de su carácter, sino por el rol que tenía que desempeñar en el Banco, en la Empresa, en la vida.

– Estoy sobrecargado de responsabilidades, agregó.

– Es curioso, observó Enrique, noto una especie de cansancio generalizado en todos ustedes.

– Lo que pasa es que estamos en plena evolución. Seguimos en constante expansión y cambio. Todos los días hay algo nuevo, casi siempre demasiado grande y complicado para resolver.

– No me refiero a la Empresa ni a papá, explicó Enrique.

– ¿A quién, entonces?

– A vos y a Juan. Y también a Federico.

– Desgraciadamente nos vemos poco.

– Una especie de cansancio generalizado.

– En lo que a mí respecta, es perfectamente cierto, afirmó Miguel terminando de comer. Se sirvió un vaso de agua mineral y lo bebió de un trago.

Y continuó:

– Además, estoy pasando un período de crisis emocional muy grande. Papá hace demasiadas cosas, a las que hay que darles forma, ponerlas en funcionamiento y continuarlas. Muchas de ellas adquieren vida propia. Tienen problemas inherentes a sí mismas. Hay que afrontarlos, resolverlos, gobernarlos. Yo, como abogado de la Empresa, tengo diariamente diez o quince asuntos que tratar. Debo transar, amenazar, presionar, reunir, repartir, considerar, dar y recibir explicaciones, dar y repartir a secas, intimar, intimidar y conjugar cualquier otro verbo que se te ocurra, no me resulta difícil, pero creo que a esta altura del año estoy un poco fatigado. Me parece que pongo demasiado de mí en todo eso. Me divierte, me distrae, pero en el fondo hay algo de pérdida de tiempo. Cada vez gano más plata, pero paulatinamente siento como si hubiera comenzado a desequilibrarme emocionalmente.

– No sabía nada, comentó lacónicamente Enrique.

– Cómo podrías saberlo si jamás nos vemos. Además es bastante nuevo, probablemente un estado pasajero. Si no hubiera sido por la Organización no sé adónde hubiera ido a parar.

– ¿Cómo?, preguntó asombrado Enrique. ¿Entraste en la Organización?

– Sí, sí…, se apresuró Miguel a responder, yo mucha pelota no les daba, pero llegó un momento en que acumulé tanta tensión que tuve que ir a ver a un médico. Este me hizo una pésima impresión y unos amigos me recomendaron otro. Era un grotesco. Todo esto en cuatro o cinco meses y al fin me decidí a ir a una de las reuniones de la célebre Organización pues la tensión cada vez iba en aumento. Desconfiaba como loco, aunque dentro mío sabía que iba a hallar allí la solución. Fui, pues, a la reunión. No entendí bien de qué se trataba y volví a ir. Todo era confuso, comprendía las palabras, acaso los conceptos, pero no les relacionaba conmigo, no veía que tenían que ver con mi creciente tensión. Hizo una pausa y agregó:

– Sigo yendo. Me hace muchísimo bien. Todavía no me doy cuenta en qué consiste la bondad del sistema, o de qué manera influye en mí. Siento algo indefinible. Un bienestar completo de orden práctico que me hace ver las cosas con mayor objetividad, que me alivia de una cantidad de pesos que cargaba sobre mis espaldas.

Mientras elegían los postres Miguel finalizó:

– Estoy un poco cansado nada más. Pero es pasajero. Me quejaba de puro cansado, creo. Esta conversación me ha hecho mucho bien, me parece que estoy mejor que nunca. ¿Las crepas flameadas son inevitables, no?

*

Miguel y el Secretario se reunieron en el Banco, como solían hacerlo una vez a la semana y donde ellos tenían sus escritorios y desplegaban su actividad. El Secretario, con su pulcro y mesurado aspecto, manejaba desde este despacho, lujoso y dotado de la automatización necesaria para sus fines, lo concerniente a la Empresa, particularmente lo tocante a la comercialización y administración de la misma. Si bien era Bienamado la cabeza visible de este imperio y Trueno la eminencia gris –que tejía y destejía complicadas urdimbres en relación directa con Bienamado–, sobre el Secretario recaía la responsabilidad, la concreción de tan audaces como complicados planes. Miguel, desde muy chico, había sido adiestrado en esos menesteres. Y venía a ser una especie de consejero y asesor de Secretario. Inclusive, ambos tomaban resoluciones referidas al Banco o a la Empresa sin necesidad de consultar a Bienamado y menos aún a Trueno, que sin embargo y pese a su aparente indiferencia o desvinculación con las normas de tipo administrativo, estaba perfectamente al tanto de los detalles que se cocinaban por debajo de sus delirios.

Entre Trueno y Secretario había existido desde siempre una sorda pica, probablemente originada en la diferencia de caracteres y en la forma de proceder de cada uno. Estas dos personalidades sólo podían coexistir bajo la tutela de Bienamado, que en los primeros tiempos no hizo otra cosa que echar bálsamo sobre ellos, hasta que de un modo natural las diferencias se obviaron por el simple procedimiento de ignorarse mutuamente. Hasta el momento en que por razones prácticas debían darse por enterados el uno de la presencia del otro, situación ésta, en la que ambos, apelando a lo mejor de su equilibrio y su temperancia, lograban que los intereses y las situaciones particulares no primasen sobre los intereses y situaciones de la Empresa y la Organización.

Es curioso destacar, que si bien Trueno había sido uno de los inspiradores de la Organización (léase nueva espiritualidad), no participaba en forma directa de las reuniones de la misma. Polo opuesto al Secretario, el cual era un verdadero activista y se había transformado en uno de sus pilares. Con la Empresa sucedía otro tanto, pues si bien Trueno seguía trabajando y produciendo para la misma (¡sólo Dios sabía en qué forma!), era el Secretario el que evacuaba las consultas, el que resolvía muchísimos problemas y dificultades, cabeza visible de muchas sociedades. Secretario, siempre eficaz, tenía una respuesta para todo y se preocupaba de tapar agujeros, prever salidas, realizar estudios pragmáticos.

Trueno, todo un intuitivo (y un desaforado), tenía las mismas condiciones (y por supuesto muchas más) que Secretario. Pero simplemente odiaba la codificación sistemática de este hombre, ¡es un hijo de puta!, se lo oía vociferar. Todo planchado y almidonado diciendo okey. ¡Setenta y dos trajes, ciento cincuenta camisas, mil quinientos portafolios! Pelo nevado (aludiendo a las canas de Secretario, como si ellas fueran un símbolo de maldad intrínseca).

Miguel y Secretario, después de haberse pasado más de tres horas considerando asuntos delicados, pidieron un refrigerio y se pusieron a conversar, mejor dicho, fue Miguel el que interrumpió la tarea pues era difícil sacar a Secretario de sus actividades. Miguel seguía nervioso, excitado, fuera de caja. Quiso hablar con este hombre y fue directo al grano:

– ¿A vos te parece que todo esto que hacemos nos lleva definitivamente a algo?, preguntó.

El Secretario sin evadir la respuesta o tratar de que Miguel la ampliase o especificase a qué se refería en concreto, le contestó:

– Por supuesto. Si no, no estaría yo aquí.

– ¿Vos creés que en un país subdesarrollado como el nuestro puede caber la amplitud de miras que nos hemos propuesto? Por un lado, modificar la estructura social con las armas del Capitalismo Industrial –que hoy para las naciones más avanzadas es un vejestorio–, por el otro, provocar una verdadera revolución con nuestro programa llamado espiritual ¿no te parece un poco utópico?

– Nuestro destino como Nación en vías de desarrollo está ya dado por razones de tipo muy complejo, científicas y técnicas, que tú conoces. Y que quizás no podamos modificar. Debemos pues aceptarlas. Pero podemos influir en el hecho mismo de admitirlas. Es decir: cambiar en nosotros los conceptos necesarios para enfrentarnos con una dura realidad. Y a partir de allí, reconociendo nuestra impotencia en este sentido, trenzar las redes que nos permitan –llegado el momento– modificar todo lo que es posible modificar.

Sin hesitar, continuó:

– Por otra parte, la revolución espiritual es individual y las bases para ella están echadas, siempre que comience cada cual a efectuarla dentro suyo, en sí mismo. Con lo que quiero decirte que aunque sólo fuera por mí, por mi salud y bienestar espiritual, yo seguiría trabajando en esto hasta mi muerte. Y hay algo más: casi todas las grandes religiones han tendido hacia esto.

Tomando un resuello, prosiguió:

– Lo nuestro quizás sea un refrito actualizado de algo que probablemente sea lo mejor del espíritu humano.

Y con un brillo frío en sus ojos acerados de expresión siempre (demasiado) bondadosa agregó:

– Hemos modificado mucho, Miguel. Nuestra revolución no es vana. De aquí a treinta años contrariando los pronósticos de los técnicos, Argentina, gracias a nosotros será una gran potencia mundial. Y lo que es más, exclamó, haciendo un gesto completamente reñido con la serenidad de su porte que lo llevó a derramar el contenido de un vaso (hidroazaña), y lo que es más, repitió, es que todo ese caudal de conocimientos, todo ese bagaje de información científica y posibilidad de aplicación técnica, estará regido por una filosofía humanística que producirá confort anímico y prosperidad económica. Por primera vez el hombre podrá ser el hermano del hombre, no su verdugo. La manija la tendremos nosotros y no los explotadores de siempre, terminó excitado empleando un lenguaje que no coincidía con su continente pulcramente trabajado.

– O si no, murmuró Miguel, que había seguido atentamente el inusitado discurso de Secretario mirando una llovizna penetrante y fría a través de la ventana, no se comprenderá que el hombre, todo esto… está completamente mal hecho, un disparate, y el ser humano una máquina de sufrimiento.

*

Trueno se había puesto uno de sus mejores trajes azules y pese a que la temperatura fuera de su casa era bajísima y aún no habían llegado sus invitados, transpiraba en forma copiosa. Se movía de un lado a otro, arreglando los detalles en la cocina y con la servidumbre, atendiendo a los pocos huéspedes que habían arribado, moviéndose constantemente, desplegando una actividad extrema, dando órdenes, armando corrillos, ofreciendo sonrisas y vasos de whisky y cigarrillos, mientras su mujer terminaba de arreglarse en el piso de arriba.

Al poco tiempo ésta bajó y pudo tranquilizar a su marido, que entonces se dedicó de lleno a lo relacionado con la música. Trueno poseía cualquier cantidad de aparatos receptores, emisoras, grabadores y mezcladores de sonido, así como una vastísima discoteca. Y ordenaba poner al disk jokey, como siempre que iba gente a su casa, una y otra grabación antes de que finalizase la precedente, entusiasmado y ansioso como un chico, deseando que sus invitados gustasen en pocos minutos (segundos) lo que él había atesorado con tanta paciencia y esmero.

Sin embargo, la fiesta que ofrecía ese día escapaba al orden de la intimidad, pues iban a invadir su casa alrededor de doscientas personas y no todas ellas tenían mucho que ver entre sí.