Federico González Frías

Jauja

Adelanto de la Cuarta Parte

(...)

– ¿No podemos hacer nada entonces?, se indignó Trueno.

– Por supuesto que sí. Con seguridad a la larga se podría probar el delito. Pero dudo que recuperáramos un solo peso. Además, en estos momentos en que la cosa está que arde, sería agregar leña a la hoguera.

– Le vienen las circunstancias como anillo al dedo, meditó Trueno.

E imprevistamente salió de su despacho. Casi corriendo bajó un tramo de escaleras y entró en la oficina de Ramitos. Este se encontraba hablando por teléfono. Trueno se acercó velozmente y sin decir una palabra le asestó un terrible puñetazo en la oreja que lo hizo rodar por el suelo. No terminaba de caer cuando ya Trueno le pateaba las costillas.

– No vas a conseguir así nada ¡animal!, pudo articular entrecortadamente Ramitos.

Trueno lo levantó de las solapas y lo arrojó sobre un sillón.

– ¿Le parece una manera de tratar asuntos bancarios?, farfulló penosamente Ramitos, con una sonrisa mefistofélica en su rostro.

Trueno le estampó una sonora cachetada.

– ¡Basta bruto! ¡Tengo la sartén por el mango!, amenazó Ramitos y trató de levantarse. Sonó otra terrible cachetada. Ramitos cayó hacia atrás. Estaba anonadado. Sacudió su cabeza y embistió hacia adelante. Trueno lo dejó pasar y le enganchó una pierna con una zancadilla. Ramitos rodó por el piso. Trueno lo volvió a patear.

– ¡Te voy a hundir! Los voy a hundir a todos ustedes.

Trueno permanecía mudo. Con el taco de su zapato, clavó en la mano del sabandija sus muchos kilos. La escena era obviamente extrabancaria. Tampoco había sido prevista por el estafador que ahora se agarraba la mano, que parecía muy dañada, y se revolcaba por el dolor.

Trueno se le acercó, se puso a su lado:

– ¡La plata!, ordenó.

El otro siguió rodando por la alfombra. Trueno le dió media vuelta. Con su mano derecha le agarró las pelotas en un movimiento limpio.

– ¡La plata!, repitió.

Ramitos lo miraba con los ojos fuera de las órbitas.

Trueno imprimió un movimiento brusco, de torsión a su mano y el infame quedó blanco como el papel. Trueno lo arrastró por el suelo hasta su mesa de trabajo. No habían pasado dos minutos desde su entrada a esa oficina. Revolvió en las gavetas del escritorio hasta que encontró finalmente las libretas de cheques particulares de Ramitos. Con la misma rapidez que la vez anterior bajó nuevamente su mano hasta las bolas del bandido y volvió a oprimir con brusquedad.

El estafador no podía reaccionar. Estaba semidesvanecido y contraído en el suelo. Trueno lo levantó y lo tiró como una bolsa de papas sobre una silla giratoria que había delante del escritorio.

– ¡Firmá!, ordenó señalando las chequeras abiertas.

Ramitos hacía cualquier cantidad de esfuerzos para poder respirar.

– ¡Firmá!, volvió a decir imperativamente Trueno.

El granuja, haciendo un sobrehumano esfuerzo miró a Trueno. Y tanto le debió impresionar el rostro fanático y frío del Trueno, que en otro sobrehumano esfuerzo, estampó su firma como pudo en dos o tres talonarios de cheques en blanco.

Entró Secretario.

En el tiempo en que éste bajara de una oficina a otra había transcurrido toda la escena.

– Un papel en blanco, mandó Trueno, al tiempo que se guardaba los talonarios en sus amplios bolsillos. Y continuó revisando el escritorio. De uno de los cajones sacó un libro de direcciones y otros papeles. Encontró un revolver calibre treinta y ocho que adjuntó a lo demás.

El pillete tenía ante sí un block de papel carta en blanco. Trueno dictó:

– Por la presente elevo al Honorable Directorio del Banco mi renuncia indeclinable e incondicional al cargo que ocupo en el mismo según sus estatutos. Fundamento mi pedido en razones de salud y aprovecho la circunstancia para agradecer al Honorable Directorio la confianza que ha depositado en mi persona.

Ramitos no podía escribir. Técnicamente estaba incapacitado. Pero lo hizo.

– ¿Es su letra? ¿Es su firma?… preguntó Trueno, ensañado, a Secretario.

Secretario asintió con un gesto.

– ¿Este hijo de puta tiene algunas acciones, no es cierto?

Secretario volvió a asentir.

– ¿Dónde están?, preguntó muy despacio Trueno, clavando su mirada en el sinvergüenza.

– Parece que señala hacia la caja fuerte, interpretó Secretario.

Trueno bajó su mano hacia el cuerpo del bandido, pero esta vez no se dirigió a sus huevos sino a un llavero que pendía de su cintura. El vivillo pese a que ignoraba el destino de la mano de Trueno no pudo reaccionar.

Trueno sacó las acciones. Eran pocas. Ordinarias y preferidas.

– ¿Son nominales?

Secretario indicó que no. Trueno cogió un portafolios y lo vació de su contenido, no sin antes inspeccionarlo y puso las acciones en él.

– Vamos, dijo a Secretario.

Y salieron.