Federico González Frías
Jauja
PRIMERA PARTE
(Continuación y fin)

Casi los primeros en llegar habían sido los militares y sus mujeres, motivo que molestó a Trueno ya que la propia había vuelto a subir pues se le había corrido el maquillaje. Sorteó el paso con habilidad, haciéndoles conocer parte de sus colecciones de cuadros y porcelanas deleitándolos en particular con dos baños que tenía en planta baja, dotados de la más moderna artesanía sanitaria (baño turco y sauna, ducha escocesa y piletas y fuentes de acrílico). Salas de baños que le habían costado una fortuna y que hoy devengaban sus intereses, en la plena ostentación que hacía de las instalaciones ante las boquiabiertas señoras de los generales, capitanes y comodoros, a las que se habían sumado las esposas de los políticos y alguna que otra ministra o subsecretaria, sin contar las cortesanas y las solteras, las viudas y las vírgenes, que eran las menos.

Cuando su mujer, por fin, descendió del último peldaño de la escalera ya había bastante gente en los salones y algunas tiaras de brillantes se mezclaban con polleras muy cortas o muy largas y varios uniformes. Un grupo numeroso de jóvenes se codeaba con algún miembro de la cancillería que había considerado correcto concurrir de etiqueta.

Fugazmente se lo vio cruzar a Decrépito con un vaso de naranjada en la mano, tropezando continuamente, como si el mundo se derribase para él a cada instante, como si ese piso alfombrado tuviese demasiados pliegues y arrugas. Esta especie de caminata espacial (lunar) llevó a Decrépito –que portaba oculto un bacín portátil a efectos de su incontinencia– a donde se hallaba Compañera, que había hecho una entrada veloz, junto con Bienamado, la cual estaba dando en ese momento su abrigo a una mucama. Con una sincronización de movimientos casi perfecta, Decrépito cogió en el aire una de las manos de Compañera, lo cual hizo que recuperara momentáneamente el equilibrio, y le impidiera caer y estampó en ella un beso gentil. Compañera se sorprendió, durante un segundo, de esta rapidísima acción. Y dándose cuenta de que era Decrépito el que había tomado su mano –salvando de esa manera la vida–, se estrechó en un profundo abrazo con el anciano, que produjo tal crujir de huesos y cartílagos, que alguien que estuviese cerca hubiera pensado en un vulgar asesinato, de no mediar una información acerca de los conocimientos yogas y traumatológicos de Compañera, gracias a los cuales Decrépito pasó una agradable velada, al haberle sido reordenada correctamente su estructura ósea.

Bienamado hablaba con un joven muy locuaz, del tipo de los "brillantes" y cualquiera –menos el mismo joven– podía adivinar que estaba aburrido. Llegó Trueno (valga la figura) como un rayo y lo salvó llevándolo hacia un rincón, debajo de la escalera. Allí cambiaron unas palabras, hasta que se les acercó un grupo de caballeros, que no podían disimular su condición de soldados pese a vestir de civil.

Los jóvenes habían hecho una especie de rancho aparte y aparentemente alternaban con mayor facilidad que los mayores, lo que hizo pensar a Juan (hijo de Bienamado), que la comunicación se hacía más espontánea cuando había poco o nada que decir, aunque puede ser lo contrario, meditó sin pretender encontrar solución a este dilema.

La fiesta se había puesto animada y vocinglera y sólo los primeros platos de comida trajeron un poco de calma.

– Una cena a la americana, se oyó decir a la señora de un diputado. En tanto, Miguel y Luciano se habían agenciado un par de chicas monísimas y estaban viendo la posibilidad de ir a bailar más tarde. Margarita y María habían arreglado programa por su lado, "para no estar más en clan", argumentaron. Las peluqueras y peluqueros habían tenido esa tarde mucho trabajo con los invitados. El padre Luis tuvo que viajar esa noche a La Plata y no pudo aceptar la invitación. A Luciano le parecía que si repetía un poco más de esa mousse sería posible que le cayera mal. Consultó ese evento con un filipino que estaba a su lado:

– Allá en mi tierra nada cae mal. Es por el clima, fue la respuesta.

Marta, aquella señorita tan circunspecta de la Organización, se había ablandado bastante gracias a alguna copa bienhechora y conversaba animadamente con Enrique. Parece que la conversación giraba alrededor del tiro a la paloma.

Trueno recorría las habitaciones socorrido por algún mucamo, mientras su mujer hacía lo propio, pero con mayor delicadeza.

Federico, el hijo de Bienamado, encendió un habano. Era un riquísimo cigarro y lo estaba disfrutando. Su hermano Juan se le acercó:

– Este Trueno es un maestro, dijo.

– Un genio, convino Federico.

– El creador, ejecutor y principal intérprete…

– Del caos planificado, terminó Federico.

*

Antes de concurrir esa noche a la fiesta en lo de Trueno, Bienamado había tenido un día muy movido. Una reunión sobre nuevos planes de seguro y de ahorro y préstamo. A la que siguió una apasionada y minuciosa conversación con dos grupos financieros, con el fin de crear un nuevo Banco, denominado de la Construcción. Las intenciones de Bienamado (que los otros no necesariamente compartían, aunque no dejaban de interesarse vivamente por el negocio) estaban encaminadas a solucionar el problema de la vivienda, erradicar villas de emergencia y a hacer hincapié en todo lo que fueran urbanizaciones de interés social. El Bienamado tenía verdadera urgencia en dar forma a este nuevo Banco pues necesitaba de las operaciones financieras de otros grupos de capital para su proyecto de la Ciudad de los Sauces, que según los planes de Arquitecto era en parte subterránea y venía a solucionar como ciudad satélite el acuciante problema de la vivienda.

Por eso es que Bienamado estaba tan interesado en formar este Banco de la Construcción, que colaboraría con capitales nacionales, junto a la Empresa, en la financiación del proyecto.

*

Casi al finalizar la tarde apareció el Arquitecto a ver a Bienamado.

– Te esperaba antes, le dijo éste.

El Arquitecto, parado en medio de la habitación con las piernas abiertas, elevó los brazos al cielo y exclamó:

– ¡Salve sol! ¡La Ciudad de los Sauces en medio de la Pampa!

Bienamado que estaba bastante nervioso por la agitación de su día de trabajo y sobre todo por las últimas conversaciones sobre los nuevos proyectos, que también atañían ¡y de qué manera! al Arquitecto, se fastidió visiblemente al observar que éste tenía puesta una peluca rubia, enteramente poblada de rulos.

– ¡Gran puta!, maldijo.

El Arquitecto le hizo un guiño y sonrió.

– Produce su impacto, ¿eh?

A continuación Bienamado expuso en qué andaban las negociaciones respecto a la Ciudad satélite y el Arquitecto oyó atentamente. Una vez que Bienamado dio por finalizada su explicación, Arquitecto le palmeó la espalda.

– Trabaje amigo, trabaje, dijo fríamente, yo estoy en lo mío. E hinchando con aire sus pulmones adoptaba las posturas de un boxeador. Luego dejó escapar lentamente:

– ¡La Ciudad de los Sauces en medio de la Pampa!, mientras levantaba los brazos y la mirada al cielo.

*

A Margarita, algo de la fiesta de la noche anterior en casa de Trueno, se le había anímicamente atragantado. En realidad cada vez que salía o iba a una fiesta le sucedía algo semejante. Se levantó a eso de las once y media de la mañana de ese sábado, y se encontró con que no había casi nadie en la casa. No tardarían en llegar, pues lo convenido era almorzar esa tarde en el Tigre. Allí se reunirían ella, María y Josefina con algunos chicos amigos que habían invitado.

Viajarían en el coche de la Compañera; y Bienamado, que había salido a jugar golf como casi todos los sábados con Secretario, también estaría allí, al igual que algunos de sus hermanos. El objetivo del viaje, pese a que el tiempo no era bueno había sido calculado en base a la intriga despertada en los jóvenes por las últimas reformas que había llevado a cabo Compañera –y más ocultamente la necesidad de estar juntos– pues aunque compartían muchas cosas en común no llevaban una vida que se pudiera definir como familiar, ya fuera por el poco tiempo de que disponían muchos de ellos, o por la diversificación de oficios y actividades, sin contar el número de miembros de tan larga e intrincada familia. Pero Margarita no estaba conforme. Poseía pocos elementos para poder manifestar su disenso, o tender hacia la rebeldía, pues se la había dotado de un buen bagaje de conocimientos y experiencias desde chica, sin ocultarle nada, ofreciéndole, otorgándole una constante libertad. ¡Pero ahí estaba la cosa! Margarita había descubierto en un instante la raíz de sus problemas. Sin la ayuda de ningún psicoanalista ni alguien tan medianamente peligroso, se había dado cuenta de pronto ¡es claro!, que los conocimientos le habían sido enseñados, la experiencia dada (nadie experimenta en cabeza ajena) y la libertad otorgada.

Al fin y al cabo se vio víctima de un ordenamiento burgués que le había sido impuesto, que ella no había elegido y al que se había sumado ¡y ahí estaba la equivocación del asunto!

Descubierta esa patraña, golpeó las puertas de su habitación y el baño, se tiró sobre la cama y lloró convulsivamente abrazada a la almohada. Al cabo de un rato logró serenarse pero se sentía completamente impotente. Sin armas, sin defensas, sin conocimientos que fueran realmente propios. Con mucha rabia, se propuso encontrarse a sí misma, con ese ímpetu candoroso y ardiente que presta la juventud. En ese momento sabía y no sabía que una de las cosas que más hacen sufrir al ser humano es la ignorancia.

*

– Bajando del Monte a donde me llevaron mis pensamientos, yo, el Arquitecto, he meditado una Nueva Religión Cósmica para la Humanidad Entera, le dijo Arquitecto a Bienamado.

Bienamado dejó que el papel impreso que le entregara Arquitecto, donde se hallaba el texto de los Mandamientos se deslizara sobre su escritorio. Bienamado pensó en la energía. En la fuerza de la generación que él, en su distracción, no valoraba en la justa medida.

Meditó largamente en problemas más concretos. Al fundar la Organización, había montado sus Empresas para darle una infraestructura a ésta. Ahora veía que sus negocios tendientes a modificar una situación social, se quedaban un poco en la forma. Acaso sus intervenciones (las de sus negocios en el ámbito social) fuesen muy sutiles, pero poco radicales, aunque seguramente era ése el camino.

Quizás, acciones más directas –en un mundo acostumbrado al estímulo inmediato– fuesen más efectivas desde el punto de vista de la praxis. Pero no, no podía sacrificar repentinamente su pensamiento en aras de la velocidad. No podía tirarlo todo por la borda para jugar el mismo juego que pensaba cambiar. Presumió que la posesión de un diario, de una cadena de revistas, podía ser un factor acelerado de poder. Siempre se había negado a una solución tan simple como efectiva. En su misma efectividad radicaba su poder. ¿No estaría "esnobiando" a la política por un problema personal, directamente relacionado con su orgullo? Antaño había tomado una posición parecida con respecto a la economía y en particular con el dinero. ¿No estaría ahora haciendo lo mismo con estos medios y factores de poder? Negándolos, para no verlos en su justa medida. Recogió algunos papeles y salió hacia su casa.

Tenía que afeitarse, bañarse, cambiarse, conversar de todo esto con Compañera y luego asistir al Teatro Colón.

*

El espejo reflejaba una imagen casi atroz. Dos bolsas colgaban debajo de los ojos, innumerables arrugas prolongaban la línea de los labios y se extendían hacia abajo, hacia una barbilla que debió haber sido suave, pero que hoy, redondeada por una breve capa de grasa, le daba la forma de una bola que se continuaba en el extremo peligro de una doble papada, insinuada, pero existente. A Compañera le dolía la cabeza, tenía una puntada en el hígado, estaba envuelta en una náusea generalizada. Un sentimiento doble y contradictorio, diarreico y de constipación, la acorralaba en una mustia desesperanza, un vértigo profundo de melancolía y depresión. En ese estado de ánimo, lo único que podía ver frente a ella y a su alrededor, arriba y abajo de su figura, eran paredes y muros herméticos, habitaciones sin salida cuya atmósfera era irrespirable. Cubículos opresivos, claustrofobias que desaparecían momentáneamente para dar paso a otras más intensificadas, que no hacían otra cosa que multiplicar y mantener constante esta angustia, con el solo fin de que el sufrimiento pudiera prolongarse sin solución de continuidad, en una especie de suplicio chino que ella se infligía, utilizando como pretexto el espejo (lo que ella quería ver en ese espejo) y varias tazas de café que había tomado durante el día, pese a la prohibición médica existente sobre esa pócima, sobre ese veneno cotidiano. Sabía más que nunca que ella era un engaño. Que no aceptaba ni enfrentaba sus responsabilidades. Mala esposa, mala madre, fallando siempre como ser humano, no pudiendo lograr lo que íntimamente deseaba, se compadecía sin ningún escrúpulo. Aprovechando al máximo la justificación que le ofrecía la precariedad del estado momentáneo de su salud, y el deterioro, mínimo, irremediable, de su físico ya que se consideraba una persona eminentemente narcisista, como debía corresponder, por supuesto, a un ser de su sexo, educación y clase social.

Compañera tenía ideas fijas, verdaderas obsesiones. Durante una hora de la tarde de ese día, se había arrancado meticulosamente y sin piedad los pellejos del dedo pulgar del pie, logrando producirse una infección en esa extremidad ahora morada y voluminosa. Al mismo tiempo, disecaba pensamientos relativos a la inferioridad de la mujer (de ella), en una sociedad que había arrancado a los maridos de los hogares llevándolos a las oficinas, los comercios y las fábricas, lugares en donde a las mujeres les era tremendamente difícil competir y menos aún sobresalir. A medida que aumentaba su ofuscación, alimentada por la furia, con evidente perjuicio del dedo gordo, la obsesión la llevaba a una terrible frustración como mujer, sensación de inferioridad que la desubicaba en su rol, la convertía en víctima y al par hacía que naciese en ella un ansia vehemente de dominación, una obnubilación de poder supremo y súbito, una verdadera necesidad de mando y dictadura, un matriarcado privado y público, una ansia de ser obedecida, aplaudida y amada como nadie. De tener, de poseer cosas fuera de todo orden y medida. De humillar, de vejar, de herir y ofender. Castigar y ser adulada. Repartir, limitar. Dar y negar. Se miraba en el espejo de su tocador. Se sentía vieja, inútil, fea, y a la suma de sus dolores hepáticos y jaquecas, se agregaba ahora el vivo malestar en el dedo del pie. Al observarlo, no pudo dejar de compararlo con un lobo marino muerto, en estado de putrefacción arrastrado por el mar hacia la playa.

*

Bienamado estaba un poco temático consigo mismo. Se exigía demasiado, se proponía demasiado. En esos días experimentaba fuertes dudas y temores, sacudimientos de estructura (un motor Torino dentro de la carrocería de un Fiat 600, había dicho una vez de él Federico). Eso era lo que pensaba en este momento Bienamado, en ese domingo lluvioso del Tigre, después de haberse deprimido considerablemente a raíz de un diálogo con Compañera –que estaba inaguantable–, que lo había llenado de impotencia e inseguridad.

La verdad es que en esos instantes se sentía harto de bastantes cosas, en particular del Banco. Hace un tiempo, se dijo, que tengo una cuestión personal con el Banco. ¡Carajo, ya sé que con él fue con lo que me levanté y etc., etc.! ¡Pero tener que prestarle plata a toda esa gente de mierda! ¡Porque yo no hice el Banco para que estos cerdos ganen millones con lo que yo les doy! ¡Para eso lo hago yo y no esos mierdas! Bienamado pensaba en particular en un trust, que tenía una sola empresa que le interesaba, una empresa química que no sólo se dedicaba a la investigación, sino que además producía materia prima de vital importancia para otras industrias y por lo tanto constituía un factor para el desarrollo del país. Pero con la química venían los molinos y con los molinos las fabricas de hilados y con los hilados los alimentos y todos esos negocios tenían derecho al crédito pues presentaban excelentes balances y el banquero debe prestar a quien no necesite imperiosamente del crédito etc., etc.

¿Por qué esta gente no habría puesto un Banco propio?, se encontró preguntándose Bienamado. En total tienen muchísimo más capital que yo, ¿por qué no habrían puesto un Banco?, pregunta, que por otra parte, ya se la había planteado una cantidad de veces respecto a esa gentuza, asaltándole siempre en esos momentos una especie de ataque momentáneo de desconfianza, tanto en sí mismo, como en los integrantes de ese trust, tan sólido como poderoso. Recordó sus comienzos con el Banco. La manera en que logró comprar éste, casi quebrado, aunque de muy buen nombre y prestigio, por poco dinero, gracias a las facilidades y préstamos que consiguió, se puede decir que por milagro, y el insospechado respaldo, que con Trueno, encontraron en el gobierno y en el Banco Central. Bienamado, hacía diecisiete años tan sólo, prácticamente carecía de dinero. Su suerte, acababa una vez más, de esquivar distintas oportunidades.

En aquel entonces Trueno, que siempre había manejado sus buenos pesos, no tenía más que eso, unos pocos buenos pesos. Entonces a Bienamado se le ocurrió comprar un Banco y habló con Trueno.

Y ahí estaba en realidad ese pequeño monstruo privado, cuyos ejercicios lo ponían a la cabeza de las "Instituciones de Crédito". ¡Una maldita casita de usura!, maldijo Bienamado. Pero nadie sabía, salvo sus colaboradores, pensó, el inmenso esfuerzo, la increíble cantidad de energía y de noches de insomnio, y despliegue de política y tácticas de ingenio que había tenido que invertir (con Trueno) para que esa idea se transformase en una cosa tangible y palpable.

– ¡Ay!, se decía Bienamado, ¿no habré equivocado otra vez el camino? Y eso a despecho de las extensas sociedades y empresas que había fundado con posterioridad: ¡no me habré equivocado nuevamente! Y caminaba furioso por su biblioteca del Tigre, sin encontrar razones que atemperaran ese momento indecible de angustia, de momentánea obnubilación.

*

– ¿Te acordás del perro de Larrain?

– ¿Te acordás?

– Era un vecino que teníamos aquí al lado, un pintor creo, en el penúltimo piso…

El perro era caniche.

– Una maravilla.

Todos hablaban a la vez.

– Había una fiambrería en la calle Las Heras que tenía un jamón delicioso.

– Un jamón virginia especial sin nada de grasa.

– …que era lo único que podía comer el perro de Larrain…

– …era carísimo.

– Pero Larrain siempre se lo daba…

– …con una doble condición…

– …el desgraciado había acostumbrado al perro a comer solamente ese jamón delicioso…

– …pero el perro tenía que pedirlo.

– Le había enseñado a hablar…

– …con un esfuerzo inaudito, retorciéndose de mil maneras, el perro podía articular un angustioso ¡papá!

– …y el fiambrero se reía. Una especie de degenerado, un francés que convivía con una chica de catorce años, que también atendía el mostrador.

– Larrain intercambiaba sonrisas con el francés con una feta de jamón en la mano.

– …vigilaba al animal…

– …hasta que el pobre perro, arrastrándose desesperado por el suelo podía articular…

– …en un esfuerzo sobreperruno…

– PAPA PAPA

– PAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA PPPPAAAAAAPPPAPA

– …entonces el francés y Larrain reían…

– …y Larrain dejaba caer la feta de jamón…

– …que el perro devoraba…

– …¿en serio?, preguntaban las chicas.

– …¿en serio?, repetían los menores.

– Y allí no paraba la cosa.

– ¿Por qué?

– El perro sabía otra palabra…

– …sin ella no terminaba el rito.

– Si no la decía, Larrain le aplicaba con un bastón una descarga eléctrica al perro.

– …y lo hacía muy a menudo…

– …el perro una vez satisfecho su hambre no quería saber nada con Larrain…

– …era lógico…

– …el perro debía decir gracias…

– …si no Larrain le aplicaba el choque…

GRAAAAAAAAAAAAAACCCCCCIIIIIIIIAAAAAAAAA, decía el perro a punto de vomitar el jamón virginia que era todo su alimento.

– Un Pavlov este Larrain…

– …los perros no hablan. Yo jamás he oído hablar a ningún perro.

Y así transcurría el almuerzo en casa de Bienamado y Compañera, en las vísperas de uno de sus viajes, la familia completamente reunida.

*

Estaban los mismos integrantes de la vez anterior, con algún agregado y una que otra omisión… La Compañera dirigía esta vez la tenida, ya que la señora menuda y entrecana de la vez anterior había desertado juntamente con otra mujer madura, muy bien vestida, de aspecto llano y firme.

Quedaban Secretario, Hombre Obeso, chica bastante joven (Marta), Decrépito, todo un Caballero y el padre Luis.

Todo lo que se habló quedó bajo juramento en secreto aunque tenía que ver con sus grandes y pequeños problemas personales.

*

Bienamado y Compañera estaban instalados en un coche que los llevaba al aeropuerto de Ezeiza. El auto iba rápido, hábilmente manejado por Claudio, chofer de Bienamado. Tanto Bienamado como Virginia Compañera, parecían nerviosos, cansados. Bienamado veía pasar raudamente un paisaje que no le era indiferente aunque en ese momento no lo veía. Pensaba en la enorme cantidad de cosas que tenía que hacer en New York. Por otra parte estaba levemente fastidiado, pues el avión tenía que hacer escala previamente por la ciudad de Dallas (Texas) donde Compañera iba a finiquitar un negocio que había planeado. Se trataba de la venta de un enorme cargamento de muebles dorados, de los llamados "de estilo", reproducciones de muebles de época, que para principios de este siglo inundaron Argentina. Muebles franceses de quinta categoría, bronces y mármoles de muy dudoso gusto, pintores apenas mencionados en el Benezit, objetos que hicieron las delicias de las señoras de los nuevos ricos criollos que de esa manera conquistaban el Parnaso, la Cultura con C mayúscula.

Era un negocio que no le gustaba del todo a Bienamado. Pero Compañera se había empeñado en llevarlo adelante aprovechando sus frecuentes visitas a las casas de remates, de las que salía llena de compras que luego atiborraba en un galpón en la quinta del Tigre. Esa era la razón de la estadía en Dallas: un inocente "hobbie" practicado a lo largo de seis o siete años, que producía ahora unos cuantos millones de ganancia, y una buena ayuda para las obras benéficas de ese ser tan espiritual e idealizado que era Compañera (ojos claros, celestes), la cual, como puede observarse, no era nada lerda para hacer "mangos".

Bienamado cavilaba.

Se despidieron efusivamente de los chicos, de los amigos, del bueno de Ramitos. Estarían unos pocos días afuera.

– Sólo unos pocos días, repitió Compañera, que pese a la frecuencia con que viajaba, aflojaba siempre en las despedidas.

Un largo abrazo, un beso… Adiós Bienamado. Adiós Compañera.

*

Un enorme sol declinante colgaba a fines del verano sobre la ciudad de New York. A las seis y media de la tarde, Bienamado había ido a caminar solo, por la parte Oeste de la ciudad.

Salió de su casa en Gramercy Park (prefería ese barrio en que había vivido de estudiante), y tomó por la calle veintiuna, sin rumbo definido. Cruzó Park Avenue y luego Quinta Avenida y siguió siempre rumbo al oeste, encandilado por la belleza de la luz que el sol reflejaba sobre los edificios, colándose entre las esquinas, iluminando el aire, dotando al conjunto de una irrealidad particularísima.

Bienamado veía las sórdidas construcciones que lo rodeaban: departamentos estrechos y mal ventilados, mugre, pequeños talleres de confección a sólo unas pocas cuadras del lugar donde vivía. Y paradójicamente volvió a sentir la belleza, lo pintoresco e infame de esa gran ciudad; una inmensa villa miseria con cuarenta o cincuenta manzanas de rascacielos.

Volviendo del Oeste y acercándose ya a su departamento, varios vejetes de smoking blanco y sus inverosímiles acompañantes de sexo femenino –con ridículos sombreros llenos de flores– se le cruzaron en el camino. Le impresionaba esta "guardia vieja" más de lo que le hubiera gustado confesarse a sí mismo. Estas inocentes y animosas criaturas, estos Babbitts (y Babitas) todavía subsistían, tenían vigencia, es más, constituían la aplastante mayoría de los Estados Unidos. Y además, tanto particular como colectivamente, no se entregaban. Para nada. Salían de vacaciones con sus aparatos fotográficos y recorrían Europa y América, pero no se resignaban a desaparecer, a morir. Ojalá llegase a los setenta y pico con tanto ánimo, como esta gente, se oyó decir a sí mismo. En ese momento apareció un taxi y Bienamado se hizo conducir a Washington Square. Era una distancia relativamente corta, pero Bienamado prefería reservar sus energías de caminante para una larga recorrida del Village. Aunque sabía que ese barrio no era el mismo que había conocido treinta años atrás. Sin embargo, se decía al atravesar la plaza, el arco de Washington Square, hay algo aquí que no morirá.

Un cowboy y un indio se le cruzaron. Una mujer de bastante edad, perfectamente vestida, pero con un sombrero de copa en la cabeza, pasó muy apurada. Dos chiquitos que jugaban, saltaron por encima de un hombre –presumiblemente bebido o muerto– que dormía en el piso. Bienamado, haciendo un rodeo, recordó el lugar, al lado de un farol, que un presunto violinista utilizaba desde hacía treinta años, todos los domingos, para dar su concierto. Este violinista, poniendo cara de concentración, de inspiración, se ponía a tocar a la misma hora, lloviera o nevase, sin tener la menor idea de lo que era la música o su instrumento.

Encaminó sus pasos hacia Mac Dougall Street y pronto se vio absorbido por una verdadera marea humana. Consiguió una mesa en un bar y se sentó a tomar algo. El lugar estaba lleno de turistas, alguno que otro latino y muchísimos jóvenes de ambos sexos que entraban, salían, se mantenían en constante movimiento.

Comenzaba a oscurecer. Bienamado se dejó llevar por el recuerdo y la nostalgia.

Era una de las pocas veces en los últimos años en que había podido estar realmente solo.

El mismo había buscado esos lugares para caminar y esta situación, negándose a contraer ningún compromiso para ese fin de semana.

Evocó al Bienamado de treinta años atrás. Cuando en esa misma ciudad se viera abocado a tantas situaciones curiosas. Su amiga Tetas…, Bienamado sonrió, ¡las que le había hecho pasar esa Tetas! una argentina radicada allí, volvió a reír recordando el sobrenombre de su amiga, aunque en verdad aquella época no había tenido nada de graciosa. Se acordó con precisión, dolorosamente, del ataque de celos y locura que había tenido una noche en que Tetas –para variar– se había escapado con otro individuo. Esa noche Bienamado se sintió abandonado y corrió de una parte a otra de la ciudad buscando a su amiga. Llamó por teléfono, viajó en taxi de un punto a otro, sin resultado. Como cada tanto se bebía unas copas llegó a pescarse tal borrachera que olvidándose del objeto de su búsqueda primera, se pasó tres días deambulando ebrio. Calles, rostros, casas, bares, completamente confusos. Finalmente había aparecido en Rockefeller Center, eso sí lo recordaba. Subió un piso por una oscura escalera y llegó a un pasillo casi en penumbras a donde daban una cantidad de oficinas con el nombre de sus ocupantes pintado en el vidrio de la puerta. Eligió una al azar: "Agencia de Noticias Picadilly Press", decía sorpresivamente en castellano el cartel. Entró y una señorita –también en perfecto castellano– le preguntó:

– ¿Qué desea, señor?

– Hello honey.

– I am not honey, respondió ofendida la empleada, con leve acento centroamericano.

– ¿Está el señor Mefistófeles aquí?

– ¿Mister Tófeles?

– ¿Is mister Mefistófeles here?

– ¿El señor mister Tófeles?, preguntó la señorita mientras comenzaba a arrugársele el ceño.

– Yes, baby.

– Usted no habla en serio, sonrió cambiando de tono la secretaria.

– Déjeme besarla, se entusiasmó Bienamado. Un solo beso. Un pequeño beso en la palma de la mano, déjeme tirarle de su orejita.

La muchacha alcanzó a decir:

– Señor, por favor, señor ¿qué es lo que desea?

Bienamado se serenó de golpe. Ni uno solo de sus músculos delataba emoción ni nada que se le pareciese. Arreglándose la corbata, con toda corrección preguntó:

– ¿Está el señor Mefistófeles aquí?

La chica lo miró dubitativamente unos segundos. Luego, con toda la voz de que era capaz gritó:

– ¡Help, help!

El Bienamado la miró a su vez. Y sin decir palabra dio media vuelta y se marchó. Un recuerdo inolvidable.

Dejó tranquila a su memoria y se puso a gozar de la noche. Aspiró el mágico perfume del Nuevo Mundo, muy semejante, le pareció, al de su patria. Fugazmente pensó en que unos días después debía encontrase en Miami con Compañera para regresar a la Argentina y se levantó lentamente, emprendiendo el camino hacia su casa.

*

Compañera y Bienamado se habían reunido en Miami según lo convenido. Se hallaban alojados sobre la costa. Trueno había sido el responsable de la reservación de esa gigantesca suite de cinco dormitorios y una terraza de doscientos metros cuadrados, con pileta, donde en ese momento tomaban sol, rodeados de servidores.

– Querido, mejor démonos un baño ahora porque dentro de un rato va a ser difícil estar aquí afuera.

– Pero si son apenas las nueve de la mañana.

– Solamente a Trueno se le puede ocurrir alquilar este departamento.

– Creo que tiene algún negocio con los nuevos dueños del hotel… Además, fuera de temporada es difícil que este monstruo pueda alquilarse.

– En realidad no se puede decir que aquí haga calor comparado con el horno infernal que era Dallas.

– A mí me parece que esta humedad es bastante mortificante.

– Pero Dallas era atroz; dos veces creí que iba a morir de un ataque al corazón, dos veces mientras cruzaba desde el auto refrigerado al hotel refrigerado.

– Por favor, dijo el Bienamado, a un mayordomo que hacía rato estaba revoloteando alrededor de ellos, pediremos la langosta y champaña más tarde.

La terraza estaba decorada en un marcado estilo azteca-hispano, con la inclusión de algunos muebles de hierro pintados de blanco y unas reposeras de corte moderno.

– Estamos muy bien, muchas gracias, agregó, como en Hollywood. Adiós…adiós…

– ¿Te molestaba ese hombre?

– ¡Por supuesto!

– A mí también.

– Parecía sacado de alguna lata de conserva.

– Exacto.

– Sin olor, sin textura, con color de anilina.

– Me olvidaba contarte, interrumpió Compañera.

– ¿Qué?

– En Dallas vi algo maravilloso. Un inmenso edificio de una manzana y diez pisos de altura, en medio del desierto…

– ¿Y?

– ¿Y sabés qué es?, un supermercado de antigüedades. Sólo pueden entrar allí los decoradores. Te metés con el coche por una rampa y llegás a un subsuelo. Bajás y subís por un ascensor a los distintos pisos del edificio. En cada uno hay veinte o treinta locales diferentes y cada local se dedica a especialidades diversas. Este a Luis XV, aquél a muebles aparentemente renacentistas, y estotro a artefactos de iluminación, el de más allá a elementos decorativos en papel traídos de Hong Kong. ¡Maravilloso! ¡Todo el mundo conocido y cualquier tipo de ambientación; sólo se puede comprar al por mayor y siendo del ramo. Aún para visitarlo es necesario un pase, terminó muy orgullosa Compañera.

– ¡Qué país!, rió Bienamado. Esta gente es tan especial que si vos trataras de explicarles que eso es curioso, ninguno de ellos te entendería.

– ¿A vos qué tal te fue?, preguntó Compañera cambiando el tema.

– Va a hacer mucho calor. Aunque ahora está muy lindo al sol ¿no te parece?

– ¿Por qué no me contestás?

– No tengo ganas, mi amor.

– Eso quiere decir que muy bien no te ha ido.

– ¡Qué pavada!, saltó Bienamado, ¡me fue fantástico!

– ¿Por qué?

– Bueno, terminé el negocio con el Chase Manhattan.

– Cómo te extrañé mi amor.

– No puedo estar un día sin vos.

– Yo tampoco.